¡Fraternité!

Luisiana: Marzo de 1.782.

Seguía sin creérmelo. Era realmente rico pero estaba a punto de morirme de hambre.

— Pues yo me compraría dos guarros — repetía Perico, que hablaba despreocupado y cantarín como si estuviera de sobremesa. A su buen humor habitual se le sumaba la bocina de pregonero que le había costado más de un rapapolvo durante el viaje. — Bueno no. — continuó — ¡Mejor una piara entera! ¡Mi Manuela no va a pasar más hambre en su vida!

Era difícil tomártelo en serio disfrazado de oficial británico. Él creía que la casaca robada le convertía directamente en Sir Piter, y que le daba cierto aire distinguido al hablar. Pero la realidad es que sus discursos siempre desembocaban en risas, que se convertían en autenticas carcajadas cuando movía aquellas trompas rojas que tenía por brazos. Eso le pasa por elegir la de aquel soldado pelirrojo que había medido tres palmos más que él.

— Si eres capaz de llegar con un saco de eso a tu casa — le dije con guasa a Perico señalando la moneda con el mentón —, la Manuela no va a saber en qué parte del cuerpo darte los besos. Bueno, la Manuela y todas las del puerto de Cádiz.

— Tu hermana la primera — replicó veloz.

El humor era nuestro único sustento. Cada noche, cuando conseguíamos sacudirnos el sonido de las palas al cavar, su voz y la mía eran las únicas que tomaban el relevo. Los demás simplemente pasaban a formar parte del entorno. Su silencio nos contaba precisamente la realidad que queríamos evitar: Once fulanos perdidos en algún lugar al noroeste de Nueva Orleans, donde no se nos había perdido nada salvo la grandeza y la prosperidad que nos prometieron cuando nos alistamos como voluntarios.

Las ramas al crujir pausaron nuestras bromas y vi que el capitán Torrado estaba de vuelta. Era delgado como el tajo de un sable y tenía la cara marchita, pero aun así, con sus gafas redondas y sus ojos despiertos, conservaba esa presencia de tipo culto, amante de todo lo francés.

— ¿Y usted?, — le invité a participar en nuestro juego — ¿qué se compraría con lo que hemos enterrado hoy?

Su mirada fulminante por encima de las gafas fue quién me respondió, y antes de que pudiera llegar a sentarme a su lado ya estaba buceando de nuevo entre las hojas del libro de anotaciones con el sello del rey. El único arma que le habían dejado. Por los trazos que vi, parecía que había comenzado a dibujar un mapa. Mal asunto.

— Vamos a seguir cada uno con lo suyo, soldado — fue su recibimiento.

— No opinaba lo mismo el otro día, que me dolía el nombre de escucharlo tantas veces en su boca.

Sin duda, ambos sabíamos que me refería al día de la carnicería de ingleses que tuvimos que montar. Lástima que el precio a pagar fueran treinta y dos españoles que se quedaron para siempre bebiendo del río Mississippi.

— Se lo agradecí y se lo agradezco — contestó con un tono más suave — pero necesito concentrarme.

Ese maldito encontronazo lo había cambiado todo. Varios hijos de la Gran Bretaña habían conseguido escapar y seguro que ya habrían informado de que un puñado de tipos con malas pulgas iban río arriba cargando cofres rebosantes de monedas con la nariz gorda y plateada de nuestro queridísimo Carlos III.

— ¿Qué estamos haciendo aquí? — le pregunté dejando las bromas por un momento — Ya hemos enterrado todas las monedas, termina el mapa de los cojones, dáselo al indio y vámonos por patas.

El indio no llegaba a los quince años y era mitad salvaje y mitad francés. Delgado y escurridizo. Era el único que sabía volver a Nueva Orleans sin morir por cuenta ajena. Su objetivo era guardarse el mapa en los pantalones y llevarlo a la casa de contratación.

— No podemos irnos, la orden era muy clara — me dijo con sinceridad.

— Ah, sí, la famosa orden de nuestra ilustrísima — continué intentando imitar el acento castellano viejo pronunciando todas las eses, que en esos días eran mi mejor alimento —. Ante las bajas de compañeros y bestias, y al no poder transportar con seguridad el cargamento del Rey hasta su destino. — y aquí cambié a mi acento natural y a un tono sarcástico — Lo mejor es que yo me vuelva para Nueva Orleans con casi toda la plata y rodeado de mis mejores hombres. Los demás, dividíos para haceros cargo de los cofres que sobren. Enterradlos en un lugar seguro y hacernos llegar su ubicación antes que Gran Bretaña los encuentre. Con dos cojones.

— Vamos capitán — insistí — tenemos más plata escondida en los pantalones de la que nos podemos gastar. Ya sabe como enterramos monedas los españoles, una para el hoyo y otra para mi. Otra para hoyo y otra para mi. Vamos a donde sea y al primero que veamos le soltamos donde está enterrada y nos volvemos para casa.

Yo no sabía leer, pero sabía que daba igual si nos encontraban amigos o enemigos. Revelar el secreto era el billete más rápido para Cádiz.

— ¡Misisipi!

El grito sonó alejado en la voz de Miguel el sevillano, que estaba de avanzadilla. Era la palabra clave que significaba que Dios nos coja confesados.

— Estamos muertos — susurró el capitán Torrado mientras cerraba el libro de un portazo.

A pesar de la sorpresa y los nervios todos sabíamos bien lo que teníamos que hacer: Si veíamos casacas rojas la cosa era sencilla; matar antes de que te maten. Otra opción es que fueran franceses, entonces les gritábamos fraternité, que debía de hacerles mucha gracia porque empezaban a reír antes de dejar de apuntar. Por último, a los colonos les gustaba más el protocolo de la banderita blanca.

— Por Dios que sean de Sanlúcar — bromeó Perico mientras preparaba la pólvora con una pericia impecable.

Claramente se escuchaban voces británicas, lo que nos sirvió para confirmar que no sabíamos diferenciar a un inglés de un colono sin ver cómo iba vestido.

¡Fraternité! — gritó algún infeliz a mi lado.

La lluvia de plomo y pólvora que se nos vino encima confirmó que ese desgraciado tampoco sabía diferenciar el inglés del francés. Lo último que vi fue al capitán Torrado comiéndose su mapa. El hijoputa se llevó al infierno unos 40.000 Reales de a Ocho.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.